viernes, 3 de octubre de 2008

IMPLOSIÓN

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“Deberían ellos pensar que la belleza de una ciudad
no consiste sólo en la magnificencia de sus edificios
sino en la grandeza que representan.”
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EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA,
La Cabeza de Goliat (1940)
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“Hace tanto tiempo que llevo esperando que ya casi no recuerdo cuando fue la última vez que el jardín se llenó de voces y música. Eran otros tiempos, la gente se reunía por cualquier pretexto para descorchar una botella y hacer chocar las copas llenas de estrellas.
Todavía recuerdo cuando aún siendo muy joven en aquel verano, se estacionó ese automóvil oscuro y brillante como un contrabajo y descendieron con sus valijas. Sonrieron al verme y en sus pupilas reconocí que estaban a gusto conmigo, es que el día estaba recién inventado y todo olía a pájaros, a menta y a murmullo de arroyo serrano.
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Dejaron sus pertenencias y en un par de horas, luego de desayunar, se pusieron a organizar la fiesta. Había que invitar a los Arca Golis y a los Burgos Ascenso, había que revisar el registro de huéspedes del Gran Hotel para ver quiénes andaban por ahí y así poder enviar las invitaciones correspondientes. Se decidió sacar de la lista a la familia del Bebe, porque después de su muerte ya casi nadie quería tener contacto con ellos, no fuera que la enfermedad todavía rondara por esa casa, que según decían aun conservaba el eco de su tos.
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Aquella fiesta fue una de las mejores. Los colores de los platos, delicadamente dispuestos sobre un mantel impecable como la luna llena, los faroles encendidos del jardín, los músicos que desde un rincón y sin descanso descifraban los misterios sonoros de cada una de las partituras, la gente conversando en pequeños grupos distribuidos aquí y allá mientras otros bailaban, así hasta la madrugada cerca de la hora en que hacia el llano, el negro del cielo se volvía azulado y el sol comenzaba a presentirse.
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Hubo otros veranos, otras celebraciones, pero ninguna como aquella.
También recuerdo algunos otoños. Julios de matinal y silenciosa escarcha, de siestas cálidas y tranquilas, propicias para que los vecinos pintaran sus casas, septiembres rebeldes que inauguraron alguna primavera con una nevada sobre las primeras flores, noviembres de copas lustrosas y aires de jazmines y madreselvas. Maravillosos domingos de diciembre, escuchando el trote de los caballos en la calle, los niños riendo y atándolos en el árbol de la esquina para hacer un alto en casa de Delia, comer unas galletas de naranja, beber un vaso de leche fresca y luego perderse con rumbo a los cerros…
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¿Y las tormentas de verano? Eléctricas, sinfónicas, espléndidas… lacrimosas, un rayo derribó aquel árbol años más tarde cuando los niños, ya convertidos en hombres y repartidos en las avenidas de la capital perdieron la risa, olvidaron el sabor de las galletas, extraviaron el nombre de sus caballos…
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Así llegaron las primeras grietas y el silencio. Años de soledad que instalaron en los rincones los encajes de las arañas y en el jardín la rusticidad de la maleza.
Pero no importa porque desde esta esquina, el cielo continúa pintándose al oeste, prometiendo con cada crepúsculo nuevas esperanzas, sí nuevas voces y ojos, nuevas manos y brazos dispuestos a encontrarme.
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Entiendo, el tiempo no ha sido demasiado generoso conmigo, pero creo que me ha impregnado de una majestad digna de alguno de esos vinos que desde Francia se traían para ser servidos en los salones del Gran Hotel, un medoc, tal vez, como el que se sirvió en la recepción al Presidente. Recuerdo que por aquí fue tan comentada la cena ofrecida que es como si la hubiera presenciado, decían que la comitiva se estacionó al frente de las escalinatas del rosedal y que los trajes de los hombres y los sombreros competían con el azabache del cielo nocturno; que se sirvió, voul' au' vent, pato con trufas, foie grass, creme brulée; que un cuarteto de cuerdas amenizó la velada y que una cantante lírica interpretó arias famosas…
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Ahora, las galerías están abandonadas, los cristales astillados, los balaustres desportillados y los rosedales llenos de otras espinas. El Gran Hotel ya no es lo que era, y casi todos los que por entonces le daban vida cada temporada han muerto, hasta aquel Presidente…
Me emociono… la soledad se confabula para que continúe viviendo de los recuerdos como la última dama que en esta cuadra se resiste a aceptar que ya nada volverá a ser como antes, que aquel esplendor ha sido eclipsado por el olvido. Quizás deba dejarme morir, tengo demasiados años. Pero es que cada amanecer me lo impide, son los pájaros, los mismos pájaros, choznos de aquellos que me vieron nacer en esta misma esquina que renuevan mi fe en el futuro, porque sé que algún alma sensible se acordará de mí, vendrá a mi encuentro para rescatarme de la decadencia…
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Esta mañana amaneció lloviznando, alguien se atrevió con la aldaba de la puerta y silabeó mi nombre: Al-ber-ti-na, escrito en el dintel. Mi corazón se sobresaltó al oírlo, de pronto el jardín se llenó de gente…”
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Noticia publicada en el número más reciente del periódico local El Eco de las Sierras:
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Implosión
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Hemos asistido a un prodigio técnico sin antecedentes en la ciudad, un ensayo que la semana próxima permitirá resolver el estado ruinoso del Gran Hotel.
La vetusta Villa Albertina de la esquina de Progreso y Libertad fue derribada ayer por un equipo de expertos en explosivos que aplicó la técnica de detonación controlada. Luego de una semana de preparativos que calcularon la ubicación exacta de las cargas, la casona edificada en los finales del siglo XIX dentro de la corriente estilística denominada pintoresquismo, fue demolida en cuestión de segundos. Las cubiertas de acusadas pendientes en chapa de zinc acanalada, con cenefas de madera y crestería de hierro fundido, pronto fueron un monte de escombros en medio de una nube de polvo que fue celebrada con los aplausos del público presente.
3-11-2003
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3 comentarios:

Anónimo dijo...

todo lo que nos dejás leer acerca del hotel...está tan marcado por el puslo de la melancolía, y a la vez por una secreta convicción de que nada se ha perdido, que todo lo que nos hizo felices alguna vez nos está esparendo ahí, a la vuelta de la esquina...
yo te abrazo; y sigo esperando algunas líneas más.

Walterio dijo...

Nene: Una amiga solía definir a la melancolía como "la alegría de estar tristes" (¿habrá sido una proto-emo?) y desde que tengo conciencia siempre sentí nostalgia por los recuerdos ajenos. Ahora que estoy más viejo comienzo a conquistar el territorio de mi propia evocación trazando los mapas de una Altaria que a veces me sorprende en la penumbra de un atardecer, tras los visillos de una ventana, en algún niño que todavía se resiste a ser maniatado por los cables de una PC y se ensucia en la felicidad de un bache embarrado.

También te abrazo!

Walterio dijo...

Este cuento lo escribí en paralelo a una nota que salió publicada en un periódico local, luego de que se demoliera una de las tantas casas que habitó el Che en Alta Gracia. Más allá de la referencia histórica, la vivienda contaba con un valor arquitectónico notable y una jueza ordenó su reconstrucción, (fallo cuestionado por los especialistas pues el patrimonio no se reconstruye, se preserva).
El resultado no pudo haber sido peor porque en el lugar ya había comenzado la edificación de otra casa así que lo que hoy podemos ver es un híbrido: una mala reproducción del edificio original yuxtapuesta a la nueva construcción de expresión más contemporánea.