lunes, 8 de diciembre de 2008

El Packard de los Echenique (I)

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Con Blanca, nos pasábamos los veranos cosiendo muñecas y descosiendo la vida de los estancieros. Las hacíamos con los trapitos que Doña Romelia, la costurera de Las Chacras, nos regalaba cuando estaba de buen humor cosa bastante rara porque siempre andaba cascando a sus nietas. Las pobres eran un poco chúcaras, pero no merecían terminar de pupilas en la Colonia.
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Mi prima era muy hábil con la aguja y de sus manos salían preciosas niñas de tela que luego lloraban por sus botones azules, yo prefería hacerlas reír con canutillos rojos y coronarlas con frondosas cabelleras de vellón de oveja que a veces conservaban algún abrojo a modo de hebilla.
Las muñecas de Blanca llevaban los nombres de la familia Pellegrini, incluida a la pequeña Ercilia que sacaron de los ranchos, yo que conocía más a los Echenique porque mamá era su cocinera, hacía dormir en sus cunas de latón a los administradores de la estancia “Los Ríos” y a su hijo. Recuerdo que cuando lo cosí, elegí para su cuerpo una seda pálida y rosada que había escapado de la mirada experta de Blanca que casi siempre se quedaba con los mejores recortes para sus muñecos porque según ella, tanto los Orzábal como los Pellegrini, al ser dueños de estancias, tenían que lucir las telas de mejor calidad.
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A escondidas puse en la carita de Esteban dos mostacillas de un verde idéntico a sus ojos, lo vestí con un trajecito de lienzo crudo y le hice oscuros bucles de lana; me quedó tan bonito que pronto se convirtió en mi preferido, pero me llevó tiempo mostrárselo a Blanca porque sabía que se enojaría al ver que uno de mis pequeños rivalizaba con las faldas de organza lila de su Señora Mercedes o las blusas de raso de su presumida Isabel Orzábal. Y así fue, porque a los días de presentar al nuevo integrante de mi familia, ella trajo a un tal Agustín de cabellos de hilo dorado y uniforme azul.
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En las parideras vacías de los conejos imaginábamos interminables historias en las que no faltaban bailes, nacimientos, entierros y bodas de los entelados vecinos. Vivíamos atentas a los acontecimientos familiares y cuando nos enterábamos de alguna noticia que involucraba a los dobles de nuestros muñecos, corríamos a despertarlos y a hacerles reproducir idénticas situaciones. Blanca se las ingeniaba para incorporar en esos juegos, a su extraño monigote de rango militar al que yo no le encontraba ninguna representación entre las numerosas personalidades que de casco en casco se paseaban haciendo sociales, urdiendo vaya a saber que relaciones de gente grande o juntándose con la peonada y el pobrerío los domingos en la capilla de Santa Rita.
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En un lejano verano, Blanca dejó de visitarme y las muñecas se quedaron dormidas para siempre en una bolsa de arpillera. Mamá comenzó a pedirme que la acompañara a “Los Ríos” para que poco a poco fuera aprendiendo lo que ella sabía hacer tan bien. Ya en casa desde muy chiquita me encantaba verla trajinar al borde del fogón, abriendo ollas como una sabia hechicera, sazonando los caldos y los guisos con fragantes polvos colorados que en aquella época a mi me parecían mágicos porque luego su sabor me transportaba al mismísimo reino de la saciedad. Yo la ayudaba alcanzándole zanahorias, hojas de laurel, un jarro con agua o el salero heredado por la abuela que era una joya de cristal concentrando la luz del mediodía sobre la repisa destartalada que teníamos frente a la única ventanita de la habitación.
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Con palitos y ramas secas alimentaba la panza de hierro de la cocina económica, que encendía el calor de una estrella preparada para señalar todos los destinos humanos posibles y gracias a esos pequeños menesteres, yo obtenía mi recompensa lamiendo una cuchara, raspando el dulzón rastro de un bizcochuelo, o disfrutando de los crocantes rebordes de masa sobrante de un pastel de carne.
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En mi época de las muñecas, ya había acompañado a mamá a “Los Ríos” en varias oportunidades y sin responsabilidad alguna, lo que me permitía salir a la galería, no muy lejos de la cocina pues a la Señora Echenique, no le gustaba que los familiares de la servidumbre rondaran por la casa. A Esteban tampoco lo veía mucho, siendo unos años mayor que yo las raras veces que lo crucé en aquellas visitas, el pasaba con la indiferencia de sus ojos verdes y se perdía en el despacho de su padre mientras yo jugaba la rayuela en las baldosas, luego desde la ventana de campo y con melancolía, lo miraba perderse en dirección a la juntura de los ríos, cabalgando un hermoso lobuno malacara.
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Un día que llovía torrencialmente, él se encontraba sentado en un ondulante sillón de mimbre con los ojos cerrados y una oreja orientada en dirección a las barrancas donde los ríos crecidos, pronto rugirían como dos pumas furiosos. Con cierta timidez me atreví a saludarlo y abrió los ojos algo incómodo por haber sido sorprendido en alguna íntima ensoñación, pero su rostro no reflejó fastidio y como si de pronto me descubriera por primera vez, me saludó con modales delicados y hasta quiso saber mi nombre. Al ratito charlábamos como viejos amigos sobre la creciente que llegaría, los paseos en caballo y sus juegos preferidos. Yo le hablé de mis muñecas (sin decirle sus nombres) y se le iluminó el rostro haciéndome prometer que la próxima vez le presentaría a una de mis damitas de trapo. Luego propuso adivinanzas pero justo cuando terminaba de recitar con picardía la primera: “una yegüita mora con riendas en la cola” y como si mi respuesta hubiera sido un pararrayos que atrajera la luz poderosa del relámpago, el trueno en la voz de la Señora Echenique siguió al fogonazo entre las nubes, pronunciando el nombre de su hijo que sin decir una palabra se levantó y desapareció tras una de las tantas puertas de la galería.
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Me quedé sola mientras la lluvia y el viento se ensañaban con las madreselvas del jardín, repitiendo en voz baja y llorando: la aguja, la aguja, la aguja…, una aguja que con ganas hubiera clavado en el corazón de tela y arroz de la muñeca de la Señora Echenique, si en aquella época hubiera sabido de esas prácticas tan sombrías.
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Creo que por largo tiempo no volví a ver a ese muchacho y mamá me dijo que no me llevaría más a “Los Ríos” al menos hasta que cumpliera catorce y pudiera ayudarla mejor. En esos años de espera, yo cosí a mi Esteban, hice que secuestraran a la Señora Echenique con la intención de que terminara ahogada en el río o en el pozo abandonado de los Fernández, pero Blanca se las ingenió para que su Agustín la rescatara a tiempo y luego fuera premiado por su valor con un viaje en compañía de Esteban. No se de qué modo se precipitaron los acontecimientos para que mis muñecas se vieran involucradas en semejante fantasía. Me negué a que mi prima se llevara de paseo por Córdoba, a mi muñeco preferido, porque en el fondo intuía que iba a terminar en el estómago del hipopótamo del zoológico.
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La miré con irá y le arranqué a Esteban de sus manos, ese fue nuestro último juego con los estancieros, ella ya no regresó el verano siguiente y yo preferí guardar a toda la familia Echenique en una bolsa de arpillera que fue a parar al fondo del ropero con algunos vestidos y zapatos viejos que ya empezaban a quedarme chicos.
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5 comentarios:

Walterio dijo...

Primera parte del cuento con el que este año gané el segundo premio en el Concurso Literario Provincial Falla (por Manuel de Falla que murió en Altaria).

nella dijo...

Felicitaciones por el premio!!!
mmm el cuento pinta muy interesante, no te demores mucho con la segunda parte. Besos

Walterio dijo...

Nélida: Muchas gracias!, muy pronto llega la segunda parte, prometo avisar, lo seccioné porque los textos largos en una pantalla suelen espantar lectores.

Anónimo dijo...

Walter, me gusta esta incursión a la historia de la vida cotidiana y a ese mundo tan particular de la clase "alta". Me arriesgaría a meterme más en la cabeza de los personajes, a que hablen de sus sentimientos, deseos, tentaciones. Sos un creativo, contagiame un poco esa perseverancia de trabajo literario. Muchos besos, me gustó que hayas ido el viernes a la cena.

Walterio dijo...

Cinthya: Gracias por creerme perseverante, ni te imaginás lo que me cuesta lograr que los astros estén en la alineación correcta para que pueda escribir con cierta coherencia. Lo intento algunos fines de semana y me pone muy bien de ánimo pero es increíble la energía que demanda (a veces quedo demolido como si hubiera corrido una maratón)aunque la satisfacción de haber podido escribir esa historia que me daba vueltas es impagable.
El cuento forma parte de una serie que está en proceso y en cada uno procuro que aflore alguna veta distintiva de cada personaje y su entorno que es lo que unirá a todos los relatos.