miércoles, 10 de diciembre de 2008

El Packard de los Echenique (II)

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A los dieciséis años ya podía considerarme una digna sucesora de mamá, en “Los Ríos” aprendí todos sus secretos culinarios, recetas como los bizcochos normandos, o el cordero con salsa de duraznos fueron quedando a resguardo de mi caligrafía entre las tapas azules de un cuaderno de cien hojas útiles marca “Éxito”.
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Olvidada mi infantil expulsión, la Señora Echenique me trataba con el frío respeto de los que se sienten pertenecer a una casta superior pero que precisan de las habilidades y saberes que ellos no están dispuestos a desarrollar, vaya a saber por qué estúpida convicción. Mamá pensaba que pronto podría conseguir trabajo en alguna estancia cercana y los Echenique eran muy amigos de los Orzábal, los dueños de Trinidad del Sur cuya cocinera ya estaba vieja y mañosa, por eso me decía que era muy importante que yo mantuviera una comunicación cordial con la Señora Echenique, así en el futuro me recomendaría a sus ricos vecinos.
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Pero mi corazón soñaba otros destinos, me imaginaba lejos de las cocinas ajenas y me veía dueña y señora de la mía, preparándole arroz con leche merengado a un esposo de bucles oscuros y ojos verdes….
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Volví a ver a Esteban un domingo por la mañana. Los Echenique fueron los últimos en llegar a la misa de Santa Rita y su ausencia retrasó el inicio del servicio. Quince minutos más tarde de lo previsto, frente al pequeño atrio estacionó ese magnífico automóvil que ellos usaban para recorrer los callejones de Las Chacras ante los parpadeos de asombro y envidia que dejaba su paso. Todos los rayos del sol que se filtraban por las hojas de los plátanos se estrellaron contra las sinuosidades pulidas del lujoso coche sobre cuyo radiador, las alas extendidas de un cisne parecerían querer liberarse de los destellos cromados para posarse en el estanque de nenúfares de la estancia.
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El primero en bajar fue el Señor Echenique que abrió la puerta de su esposa y la ayudó a descender. Por una promesa no revelada, la Señora Echenique acostumbraba a ir a misa descalza, por lo que su marido extendía una pequeña alfombra hasta los mosaicos del atrio de la capilla evitando así que las plantas de sus pies se empolvaran. Luego descendió un joven de cabellos rubios muy cortos con uniforme de cadete militar y finalmente, Esteban que conducía el imponente descapotable.
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Si bien los lugareños ya estábamos acostumbrados a este tipo de apariciones, la llegada de un total desconocido resaltó el efecto, así que el Señor Echenique interrumpió la expectativa presentando a Augusto Acosta Mena, un sobrino segundo del propietario de “Los Ríos” que habían ido a buscar a la estación de trenes del pueblo para que pasara sus vacaciones estivales.
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Al oír mencionar su nombre recordé el muñeco de mi prima Blanca y un escalofrío posó su mano agorera en mi cuello que pronto se disipó, al ver que Esteban se aproximaba. No me sorprendió que me desconociera, era evidente que ni se acordaba de mi, la misa me pareció interminable y el regreso a casa desolador. Mamá no hizo ninguna referencia al encuentro y ni siquiera me preguntó por qué estaba tan callada y enajenada.
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Al día siguiente la acompañé a la estancia pues la presencia de un nuevo huésped imponía mi ayuda, a media mañana abandoné la cocina para buscar unos quesos y encurtidos conservados en la despensa que se encontraba situada en el galpón de los vehículos y al pasar por la piscina vi a Esteban en animada conversación con Augusto. Se notaba que habían estado nadando porque en la nuca dorada del cadete se condensaban minúsculas gotas, mientras que por el bronceado pecho de quien le diera su nombre a mi muñeco de seda rosada, los hilos brillantes de agua se escurrían con indolencia. Ninguno notó mi paso, ellos seguían riéndose vaya a saber de qué anécdotas de jóvenes despreocupados.
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El galpón de los vehículos era una construcción de ladrillo muy larga y alta, cubierta por un techo de vigas de madera y tejas españolas. Entre sus cabriadas y dada la pendiente pronunciada de cada faldón, albergaba un altillo usado como despensa que se mantenía limpio y ventilado, gracias a la prolijidad de su construcción. Cuatro portones abrían paso a dos tractores una chata y al fantástico auto de los Echenique que era cubierto por una especie de túnica blanca cuando no se usaba. Para llegar hasta la despensa debía subir una empinada escalera de madera, una vez adentro y mientras buscaba las provisiones que necesitaba, recordé con ternura que de niña, solían contarme que allí se alojaba Nicolás Alturria, el viejo mecánico de la estancia que dormía con una manta viva de gatos a quienes llamaba “michipulines”. Sería por eso que jamás llegaban ratones hasta ese sitio, quizás las alimañas aún podían escuchar algún maullido fantasmal entre las vigas del techo. En medio de semejantes evocaciones pude oír un murmullo sofocado, me asusté pensando haber invocado el espíritu del viejo Alturria. Segundos más tarde cuando ya tenía en mi poder un frasco de ajíes en vinagre, otro acople de suspiros se filtro entre las rendijas de madera del piso. Tomé todo lo que había ido a buscar, apagué la lámpara de querosén y salí de la despensa.
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Desde lo alto de la escalera, pude ver en la penumbra del galpón que el automóvil se hallaba sin su túnica, bajé con cuidado y me acerqué para reubicarla. Ni en las sombras, las alas de plata dejaban de brillar su voluntad de vuelo congelada sobre el radiador y entonces un par de respiraciones entrecortadas surgieron desde la profundidad del automóvil y la espalda desnuda y hermosa de Esteban emergió del asiento trasero reproduciendo la misma curva elegante del cisne del Packard, sin alas pero con las manos de Augusto aferradas a sus hombros.
El frasco de ajíes puta parió se deslizó entre mis manos, inexplicablemente rebotó en mi falda y terminó haciéndose añicos contra el paragolpes cromado, una estrella de picante obscenidad quedó dibujada en el piso de cemento alisado mientras mi alarido atravesaba todas las hectáreas de “Los Ríos”.
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Como es de esperar jamás obtuve la recomendación para ser la cocinera de Trinidad del Sur pues todavía no tenía experiencia suficiente, en cambio mamá fue recibida por los Orzábal con gran alegría. De los Echenique no se supo nada más, luego del escándalo fueron echados de “Los Ríos” y se perdieron tras la nube de polvo que dejó su Packard 1935.
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La tarde del incidente de los ajíes llegué a casa, agarré la bolsa de arpillera y me fui hasta las barrancas desde donde la tiré al río. Es sabido que en verano, la creciente siempre se cobra alguna nueva víctima…
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30-03-2008
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5 comentarios:

Walterio dijo...

Maru: En el primer párrafo de esta segunda parte, la narradora explicita su género.

Y si... el cuento no es verídico pero es el resultado de recomponer los fragmentos de diversas historias sobre la mesa de juegos de la ficción.

Si logré que te transportaras a esa época de apariencias y contrastes (de la que estamos teniendo un renacimiento, pero con menos ética y estética) me doy por satisfecho, pues esa era mi intención.

Unknown dijo...

Pues realmente lo pase de alto... No obstante, insisto que está contado como si el relator fuera asexuado, ni hombre ni mujer, como si procurara en su discurso no descorrer el velo. Me resulta desde el vamos un cuento distinto, merece su premio.
felicitaciones

Walterio dijo...

Gracias!

nella dijo...

Pues hombre, me has sorprendido con el final, no me esperaba ése, ni tampoco otro. Me encantó.
En cuanto al comentario de Mariana, creo que el narrador tiene mucho de energía femenina, escurriéndose en su tinta, o sencillamente será, que lo leo desde mi femenino.
Besos!!

Walterio dijo...

Nélida: Me alegro que te haya gustado y que captaras esa esencia que para mi no fue cosa fácil de recrear.