miércoles, 2 de mayo de 2012

DANZA


Claudia, no era solo Claudia; sé que esto puede ser un poco extraño de entender, cuando digo que Claudia, no era sólo Claudia, me refiero a que ella era además, el espacio que la circundaba. Claudia sabía prolongar el tiempo, las notas de una flauta y la sombra de sus movimientos. Su presencia, invocaba amaneceres o conjuraba tormentas en la rutina de mi estudio señalando con sus pasos, los precarios límites de mi realidad. Para Claudia, la luz y la oscuridad, no eran tan interesantes como la penumbra, los bordes difusos donde la vida y la muerte se entrelazan, ejercían sobre ella, una fascinación que la ayudaban a sustentar un singular enfoque estético.

- La belleza absoluta, es violenta -decía mientras cazábamos relámpagos desde el balcón de mi casa- el arte no sabe imitar esa violencia...

Luego proponía sonetos escritos con su sangre, actores suicidas en un escenario y todo un elenco de “poéticas truculencias” que la llenaban de euforia. Yo me quedaba mirándola en silencio, sin comprender cómo semejantes ideas se podían conjugar en alguien como Claudia. Ella, notando mi espanto, inventaba una mueca para romper el hechizo letal, dándome a entender que el cielo y el infierno continuaban prolijamente en su sitio. Una mañana, ensayando sus mejores gestos, apareció en mi estudio, ataviada con un furioso vestido rojo.

- Vengo a invitarte – dijo entusiasmada- van a representar El Amor Brujo.

No esperó mi respuesta, daba por hecho que contaba con mi presencia. Dio media vuelta y desapareció.


Las cuerdas fueron ascendiendo del registro grave para ir tomando cuerpo y violencia; el timbre nasal del oboe, preludiando la canción del amor dolido, señaló en el tablado, la presencia del bailarín que encarnaba al espectro. A medida que la obra se desarrollaba, noté de reojo que el rostro de Claudia, se iba transformando. De la inicial concentración, pasó a un gesto de fastidio, esporádicamente interrumpido por una tenue sonrisa. La bailarina inició sus taconeos con un fondo de maderas que sugerían tamboriles y calderos gitanos. La inquietud de Claudia, se fue intensificando y temí que en cualquier momento, se descontrolara, rompiendo el clima de la Danza Ritual del Fuego, con una sonora carcajada. Sentí que su mano apretaba la mía, poco a poco Candelas alcanzaba el máximo frenesí en el escenario y caía al piso. Claudia se levantó y yo la seguí. Salimos corriendo. No sé por cuánto tiempo nos estuvimos riendo en la calle, los desatinos de la bailarina, nos dieron tema para el resto de la noche. Más tranquilos, mientras cenábamos, ella levantó una copa de chardonay, la miró al trasluz de una vela y evocando sus extrañas teorías artísticas dijo:

- Yo bailaría la Danza del Fuego, hasta arder...
- Pero- la interrumpí- ese no es el sentido de la danza, además El Amor Brujo no termina así.
- Lo único que importa de El Amor Brujo, es la Danza Ritual del Fuego, el resto es una fábula pueril de fantasmas seductores y trampas para sacarlo del medio.

Hablaba completamente exaltada. Me miró disgustada y se marchó sin saludar.
No volví a verla. Durante dos semanas, esperé a que apareciera por el estudio, calificando el espacio, como sólo ella podía hacerlo, con sus piernas esbeltas, sus manos, con su largo cabello negro...

…Los bomberos entraron a la casa a los hachazos, como siempre, a tiempo de escuchar las últimas notas de La Danza Ritual del Fuego, a tiempo para ver las últimas llamas de una hoguera azulina de aroma dulzón en el centro de la sala de Claudia.

4-6-1998

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