sábado, 27 de diciembre de 2008

TRIGO

.A veces…
despliego la intriga
de una marina ondulación,
enajenando a los montes
de su generoso cobijo,
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(el páramo resurge
con las lluvias).
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Y otras…
enarbolo los cetros
de una fugaz monarquía,
abdicando en los panes
el latido de la tierra,
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(la mesa resplandece
con las cosechas).
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09-09-2006
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¡QUE EL 2009 SEA TAN SABROSO
COMO LOS PANES DE LA RUTA 5!
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domingo, 21 de diciembre de 2008

ANFITRIÓN

(Un cuento de navidad)
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We all know that Santa's coming,
We all know that Santa's coming,
We all know that Santa's coming,
And soon will be here.
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Adaptación contemporánea
de un villancico inglés del S XVI.
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Definitivamente, esta casa es mucho mejor que la otra tan oscura, húmeda y con ese monótono perfume a eternidad, además cuando la gente viene por aquí de visita, trae otra cara, está más alegre y se la ve menos preocupada por ciertas formalidades. Sí, el exceso de protocolo ha hecho de ciertos espacios una sede para la solemnidad y ya se sabe que todo lo que tiene su empaque, seguro que también es pariente del aburrimiento.
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Reconozco que de vez en cuando siento nostalgia por el eco de ciertas voces más templadas pues por aquí la vitalidad, lamentablemente desafina con algunos caprichos infantiles que notablemente se superponen a las reiteradas groserías de los adolescentes y a las respuestas permisivas de sus padres, pero bueno, todo sea por ésta libertad que sabe a helado de crema y dulce de leche.
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En este lugar siempre se ofrece una alternativa, por ejemplo los libros son infinitos pues todos los días aparece uno nuevo con tapas de colores brillantes y letras muy hermosas que ocultan historias apasionantes o en el mejor de los casos ¡imágenes! Maravillosas escenas del mundo, congelados avatares de la luz y de la vida en pequeños rectángulos que prescinden de tantas palabras para hacer emocionar.
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Creo que después de haber pasado años con un solo libro de modestas tapas oscuras y lleno de anécdotas truculentas sobre padres que intentan sacrificar a sus hijos, sobre hijas que pretenden seducir a sus padres y grandes catástrofes naturales que la gente sufre hasta el final de sus días por portarse mal, encontrarse con la vida y obra de un futbolista narrada con las fotos de sus mejores jugadas y suntuosamente encuadernada, es reconciliarse con la lectura y creer de una vez por todas en los héroes de carne y hueso...
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Otra característica que me llena de admiración, es la transparencia interior de mi nuevo hogar, en todos sus pisos las puertas de vidrio permanecen abiertas a cada una de las salas que se ha dedicado a alguna actividad en especial y que por tal motivo se encuentran convenientemente ambientadas con elementos fantásticos: murales con personas bellísimas, muñecos divertidos y lámparas de colores, muebles rarísimos con patas esbeltas como insectos o traslúcidos y azulados semejando bloques de hielo, estantes suspendidos que parecen flotar en el aire, sosteniendo zapatillas prodigiosas, relojes para cronometrar el futuro o seductoras esencias florales.
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La cocina es otra gran novedad, porque aquí permanece habilitada desde muy temprano para que se preparen cuidadas delicias que me encargo de disfrutar una vez que las visitas se retiran. Antes no tenía tantas posibilidades y debía conformarme con unos snacks blancos e insípidos que quedaban guardados en un cofre labrado, eso sí, el vino que consumía allá era incomparablemente más exquisito que las bebidas carbonatadas que tanto atraen a los niños que vienen por aquí. Supongo que ha de ser una cuestión generacional ya que no participo del mismo gusto, aunque hace poco he descubierto en los estantes de la gran despensa de planta baja, varias botellas de un vino burbujeante que me han hecho sentir las estrellas en el corazón.
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Las visitas suelen ser muy elegantes y amables, deambulan recorriendo las distintas salas donde pasan largo tiempo revisando las colecciones expuestas o encontrándose con gente conocida con la que luego se sientan en el comedor para saborear unos pancitos horneados rellenos con una albóndiga de carne picada, queso, tomate, cebolla, lechuga y la misteriosa salsa secreta. Yo me pongo feliz al ver que sus niños, cada vez más gorditos como los querubines de mi antiguo domicilio, se llenan las fauces de bastones de papa crujientes mientras hurgan las bolsas que se llevan, llenas de recuerdos.
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Por las noches todo este trajinar se suspende y es porque el cansancio parece unificarlo todo con las sombras de un aparente silencio. Digo aparente porque tenues susurros sugieren una actividad constante en remotos conductos desconocidos…
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En estas últimas semanas, he prestado atención a algunos cambios significativos, cosa que allá apenas se limitaba a una sacudida del polvo, un lustrar de bronces o la reposición de un clavel marchito, de tanto en tanto. Veo que algunos objetos se destacan más que antes, que las visitas reparan en ellos con mayor atención mientras una sonrisa se les dibuja al saber que finalmente pasarán a las manos de un ser querido. También he visto que todo se ha preparado de una manera muy especial: cintas y ornamentos de colores brillantes circundan el espacio central de esta gran casa, donde un trono espera la presencia de algún invitado que aún desconozco, pero que sin lugar a dudas, debe ser muy importante dado el boato dispuesto para la ocasión.
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Una estrella plateada de puntas afiladas y amenazantes como espadas, que con mucho trabajo colgaron un par de hombres vestidos de overol verde, (toda una novedad en indumentaria, considerando que mis caseros no salían jamás de ese oscuro atuendo), oscila levemente por encima del trono digno de un obispo.
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Finalmente, esta mañana tras algunos arreglos previos a la llegada de las visitas diarias, el huésped de honor ocupó su lugar con gestos sobreactuados. Contrariamente a lo que esperaba, la expectativa y el entusiasmo puestos en su presencia se diluyeron al verlo, porque convertido en el nuevo anfitrión, comenzó a sentar a los niños en sus rodillas y a hablarles con modales melifluos, mientras los padres le festejaban sus sarcásticas carcajadas.
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Pero… ¿Cómo se puede confiar en un viejo perturbado vestido con un atuendo tan ridículo?
Por eso no hice ningún intento por advertirle que los hombres de overol verde habían cometido un error terrible y como afortunadamente, en ese momento ningún niño se encontraba en sus rodillas, dejé que la estrella plateada de puntas afiladas y amenazantes como espadas, se soltara de sus amarras y cayera silenciosamente sobre su cabeza cubierta con un espantoso gorro colorado.
Espero poder continuar viviendo aquí donde soy tan feliz, por cosas así me echaron de la catedral y lamentablemente, tuve que desplegar las alas…
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25-12-2005
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miércoles, 10 de diciembre de 2008

El Packard de los Echenique (II)

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A los dieciséis años ya podía considerarme una digna sucesora de mamá, en “Los Ríos” aprendí todos sus secretos culinarios, recetas como los bizcochos normandos, o el cordero con salsa de duraznos fueron quedando a resguardo de mi caligrafía entre las tapas azules de un cuaderno de cien hojas útiles marca “Éxito”.
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Olvidada mi infantil expulsión, la Señora Echenique me trataba con el frío respeto de los que se sienten pertenecer a una casta superior pero que precisan de las habilidades y saberes que ellos no están dispuestos a desarrollar, vaya a saber por qué estúpida convicción. Mamá pensaba que pronto podría conseguir trabajo en alguna estancia cercana y los Echenique eran muy amigos de los Orzábal, los dueños de Trinidad del Sur cuya cocinera ya estaba vieja y mañosa, por eso me decía que era muy importante que yo mantuviera una comunicación cordial con la Señora Echenique, así en el futuro me recomendaría a sus ricos vecinos.
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Pero mi corazón soñaba otros destinos, me imaginaba lejos de las cocinas ajenas y me veía dueña y señora de la mía, preparándole arroz con leche merengado a un esposo de bucles oscuros y ojos verdes….
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Volví a ver a Esteban un domingo por la mañana. Los Echenique fueron los últimos en llegar a la misa de Santa Rita y su ausencia retrasó el inicio del servicio. Quince minutos más tarde de lo previsto, frente al pequeño atrio estacionó ese magnífico automóvil que ellos usaban para recorrer los callejones de Las Chacras ante los parpadeos de asombro y envidia que dejaba su paso. Todos los rayos del sol que se filtraban por las hojas de los plátanos se estrellaron contra las sinuosidades pulidas del lujoso coche sobre cuyo radiador, las alas extendidas de un cisne parecerían querer liberarse de los destellos cromados para posarse en el estanque de nenúfares de la estancia.
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El primero en bajar fue el Señor Echenique que abrió la puerta de su esposa y la ayudó a descender. Por una promesa no revelada, la Señora Echenique acostumbraba a ir a misa descalza, por lo que su marido extendía una pequeña alfombra hasta los mosaicos del atrio de la capilla evitando así que las plantas de sus pies se empolvaran. Luego descendió un joven de cabellos rubios muy cortos con uniforme de cadete militar y finalmente, Esteban que conducía el imponente descapotable.
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Si bien los lugareños ya estábamos acostumbrados a este tipo de apariciones, la llegada de un total desconocido resaltó el efecto, así que el Señor Echenique interrumpió la expectativa presentando a Augusto Acosta Mena, un sobrino segundo del propietario de “Los Ríos” que habían ido a buscar a la estación de trenes del pueblo para que pasara sus vacaciones estivales.
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Al oír mencionar su nombre recordé el muñeco de mi prima Blanca y un escalofrío posó su mano agorera en mi cuello que pronto se disipó, al ver que Esteban se aproximaba. No me sorprendió que me desconociera, era evidente que ni se acordaba de mi, la misa me pareció interminable y el regreso a casa desolador. Mamá no hizo ninguna referencia al encuentro y ni siquiera me preguntó por qué estaba tan callada y enajenada.
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Al día siguiente la acompañé a la estancia pues la presencia de un nuevo huésped imponía mi ayuda, a media mañana abandoné la cocina para buscar unos quesos y encurtidos conservados en la despensa que se encontraba situada en el galpón de los vehículos y al pasar por la piscina vi a Esteban en animada conversación con Augusto. Se notaba que habían estado nadando porque en la nuca dorada del cadete se condensaban minúsculas gotas, mientras que por el bronceado pecho de quien le diera su nombre a mi muñeco de seda rosada, los hilos brillantes de agua se escurrían con indolencia. Ninguno notó mi paso, ellos seguían riéndose vaya a saber de qué anécdotas de jóvenes despreocupados.
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El galpón de los vehículos era una construcción de ladrillo muy larga y alta, cubierta por un techo de vigas de madera y tejas españolas. Entre sus cabriadas y dada la pendiente pronunciada de cada faldón, albergaba un altillo usado como despensa que se mantenía limpio y ventilado, gracias a la prolijidad de su construcción. Cuatro portones abrían paso a dos tractores una chata y al fantástico auto de los Echenique que era cubierto por una especie de túnica blanca cuando no se usaba. Para llegar hasta la despensa debía subir una empinada escalera de madera, una vez adentro y mientras buscaba las provisiones que necesitaba, recordé con ternura que de niña, solían contarme que allí se alojaba Nicolás Alturria, el viejo mecánico de la estancia que dormía con una manta viva de gatos a quienes llamaba “michipulines”. Sería por eso que jamás llegaban ratones hasta ese sitio, quizás las alimañas aún podían escuchar algún maullido fantasmal entre las vigas del techo. En medio de semejantes evocaciones pude oír un murmullo sofocado, me asusté pensando haber invocado el espíritu del viejo Alturria. Segundos más tarde cuando ya tenía en mi poder un frasco de ajíes en vinagre, otro acople de suspiros se filtro entre las rendijas de madera del piso. Tomé todo lo que había ido a buscar, apagué la lámpara de querosén y salí de la despensa.
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Desde lo alto de la escalera, pude ver en la penumbra del galpón que el automóvil se hallaba sin su túnica, bajé con cuidado y me acerqué para reubicarla. Ni en las sombras, las alas de plata dejaban de brillar su voluntad de vuelo congelada sobre el radiador y entonces un par de respiraciones entrecortadas surgieron desde la profundidad del automóvil y la espalda desnuda y hermosa de Esteban emergió del asiento trasero reproduciendo la misma curva elegante del cisne del Packard, sin alas pero con las manos de Augusto aferradas a sus hombros.
El frasco de ajíes puta parió se deslizó entre mis manos, inexplicablemente rebotó en mi falda y terminó haciéndose añicos contra el paragolpes cromado, una estrella de picante obscenidad quedó dibujada en el piso de cemento alisado mientras mi alarido atravesaba todas las hectáreas de “Los Ríos”.
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Como es de esperar jamás obtuve la recomendación para ser la cocinera de Trinidad del Sur pues todavía no tenía experiencia suficiente, en cambio mamá fue recibida por los Orzábal con gran alegría. De los Echenique no se supo nada más, luego del escándalo fueron echados de “Los Ríos” y se perdieron tras la nube de polvo que dejó su Packard 1935.
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La tarde del incidente de los ajíes llegué a casa, agarré la bolsa de arpillera y me fui hasta las barrancas desde donde la tiré al río. Es sabido que en verano, la creciente siempre se cobra alguna nueva víctima…
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30-03-2008
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lunes, 8 de diciembre de 2008

El Packard de los Echenique (I)

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Con Blanca, nos pasábamos los veranos cosiendo muñecas y descosiendo la vida de los estancieros. Las hacíamos con los trapitos que Doña Romelia, la costurera de Las Chacras, nos regalaba cuando estaba de buen humor cosa bastante rara porque siempre andaba cascando a sus nietas. Las pobres eran un poco chúcaras, pero no merecían terminar de pupilas en la Colonia.
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Mi prima era muy hábil con la aguja y de sus manos salían preciosas niñas de tela que luego lloraban por sus botones azules, yo prefería hacerlas reír con canutillos rojos y coronarlas con frondosas cabelleras de vellón de oveja que a veces conservaban algún abrojo a modo de hebilla.
Las muñecas de Blanca llevaban los nombres de la familia Pellegrini, incluida a la pequeña Ercilia que sacaron de los ranchos, yo que conocía más a los Echenique porque mamá era su cocinera, hacía dormir en sus cunas de latón a los administradores de la estancia “Los Ríos” y a su hijo. Recuerdo que cuando lo cosí, elegí para su cuerpo una seda pálida y rosada que había escapado de la mirada experta de Blanca que casi siempre se quedaba con los mejores recortes para sus muñecos porque según ella, tanto los Orzábal como los Pellegrini, al ser dueños de estancias, tenían que lucir las telas de mejor calidad.
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A escondidas puse en la carita de Esteban dos mostacillas de un verde idéntico a sus ojos, lo vestí con un trajecito de lienzo crudo y le hice oscuros bucles de lana; me quedó tan bonito que pronto se convirtió en mi preferido, pero me llevó tiempo mostrárselo a Blanca porque sabía que se enojaría al ver que uno de mis pequeños rivalizaba con las faldas de organza lila de su Señora Mercedes o las blusas de raso de su presumida Isabel Orzábal. Y así fue, porque a los días de presentar al nuevo integrante de mi familia, ella trajo a un tal Agustín de cabellos de hilo dorado y uniforme azul.
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En las parideras vacías de los conejos imaginábamos interminables historias en las que no faltaban bailes, nacimientos, entierros y bodas de los entelados vecinos. Vivíamos atentas a los acontecimientos familiares y cuando nos enterábamos de alguna noticia que involucraba a los dobles de nuestros muñecos, corríamos a despertarlos y a hacerles reproducir idénticas situaciones. Blanca se las ingeniaba para incorporar en esos juegos, a su extraño monigote de rango militar al que yo no le encontraba ninguna representación entre las numerosas personalidades que de casco en casco se paseaban haciendo sociales, urdiendo vaya a saber que relaciones de gente grande o juntándose con la peonada y el pobrerío los domingos en la capilla de Santa Rita.
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En un lejano verano, Blanca dejó de visitarme y las muñecas se quedaron dormidas para siempre en una bolsa de arpillera. Mamá comenzó a pedirme que la acompañara a “Los Ríos” para que poco a poco fuera aprendiendo lo que ella sabía hacer tan bien. Ya en casa desde muy chiquita me encantaba verla trajinar al borde del fogón, abriendo ollas como una sabia hechicera, sazonando los caldos y los guisos con fragantes polvos colorados que en aquella época a mi me parecían mágicos porque luego su sabor me transportaba al mismísimo reino de la saciedad. Yo la ayudaba alcanzándole zanahorias, hojas de laurel, un jarro con agua o el salero heredado por la abuela que era una joya de cristal concentrando la luz del mediodía sobre la repisa destartalada que teníamos frente a la única ventanita de la habitación.
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Con palitos y ramas secas alimentaba la panza de hierro de la cocina económica, que encendía el calor de una estrella preparada para señalar todos los destinos humanos posibles y gracias a esos pequeños menesteres, yo obtenía mi recompensa lamiendo una cuchara, raspando el dulzón rastro de un bizcochuelo, o disfrutando de los crocantes rebordes de masa sobrante de un pastel de carne.
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En mi época de las muñecas, ya había acompañado a mamá a “Los Ríos” en varias oportunidades y sin responsabilidad alguna, lo que me permitía salir a la galería, no muy lejos de la cocina pues a la Señora Echenique, no le gustaba que los familiares de la servidumbre rondaran por la casa. A Esteban tampoco lo veía mucho, siendo unos años mayor que yo las raras veces que lo crucé en aquellas visitas, el pasaba con la indiferencia de sus ojos verdes y se perdía en el despacho de su padre mientras yo jugaba la rayuela en las baldosas, luego desde la ventana de campo y con melancolía, lo miraba perderse en dirección a la juntura de los ríos, cabalgando un hermoso lobuno malacara.
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Un día que llovía torrencialmente, él se encontraba sentado en un ondulante sillón de mimbre con los ojos cerrados y una oreja orientada en dirección a las barrancas donde los ríos crecidos, pronto rugirían como dos pumas furiosos. Con cierta timidez me atreví a saludarlo y abrió los ojos algo incómodo por haber sido sorprendido en alguna íntima ensoñación, pero su rostro no reflejó fastidio y como si de pronto me descubriera por primera vez, me saludó con modales delicados y hasta quiso saber mi nombre. Al ratito charlábamos como viejos amigos sobre la creciente que llegaría, los paseos en caballo y sus juegos preferidos. Yo le hablé de mis muñecas (sin decirle sus nombres) y se le iluminó el rostro haciéndome prometer que la próxima vez le presentaría a una de mis damitas de trapo. Luego propuso adivinanzas pero justo cuando terminaba de recitar con picardía la primera: “una yegüita mora con riendas en la cola” y como si mi respuesta hubiera sido un pararrayos que atrajera la luz poderosa del relámpago, el trueno en la voz de la Señora Echenique siguió al fogonazo entre las nubes, pronunciando el nombre de su hijo que sin decir una palabra se levantó y desapareció tras una de las tantas puertas de la galería.
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Me quedé sola mientras la lluvia y el viento se ensañaban con las madreselvas del jardín, repitiendo en voz baja y llorando: la aguja, la aguja, la aguja…, una aguja que con ganas hubiera clavado en el corazón de tela y arroz de la muñeca de la Señora Echenique, si en aquella época hubiera sabido de esas prácticas tan sombrías.
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Creo que por largo tiempo no volví a ver a ese muchacho y mamá me dijo que no me llevaría más a “Los Ríos” al menos hasta que cumpliera catorce y pudiera ayudarla mejor. En esos años de espera, yo cosí a mi Esteban, hice que secuestraran a la Señora Echenique con la intención de que terminara ahogada en el río o en el pozo abandonado de los Fernández, pero Blanca se las ingenió para que su Agustín la rescatara a tiempo y luego fuera premiado por su valor con un viaje en compañía de Esteban. No se de qué modo se precipitaron los acontecimientos para que mis muñecas se vieran involucradas en semejante fantasía. Me negué a que mi prima se llevara de paseo por Córdoba, a mi muñeco preferido, porque en el fondo intuía que iba a terminar en el estómago del hipopótamo del zoológico.
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La miré con irá y le arranqué a Esteban de sus manos, ese fue nuestro último juego con los estancieros, ella ya no regresó el verano siguiente y yo preferí guardar a toda la familia Echenique en una bolsa de arpillera que fue a parar al fondo del ropero con algunos vestidos y zapatos viejos que ya empezaban a quedarme chicos.
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